Columna publicada en el número #33 de Granite & Rainbow (Descarga la revista)
El primer recuerdo que tengo de Bruselas es el de un tipo borracho queriendo darle un puñetazo a un caballo en La Grand Place. El animal se había alzado, aterrorizado, sobre sus patas traseras y la chica que guiaba el coche trataba en vano de calmarle mientras le chillaba al canalla que quería medir sus puños con la cabeza del pobre animal. Los camareros de los restaurantes, que estaban presenciando la escena, salieron a reprender al tipo y hay quien se atrevió incluso a llamar a la policía. Algunos guías de Freetours hacían como que se preocupaban mientras, con el rabillo del ojo, cuidaban de que la competencia no les robara a sus clientes aprovechando la confusión. Para cuando llegó la policía no había rastro alguno del agresor y el corazón del caballo latía contra su esternón como un martillo neumático triturando roca. En realidad no fue en La Grand Place, sino unas pocos metros al sur, justo donde tras un pelea de enamorados, Rimbaud le pegó un tiro a Verlaine allá por julio de 1879.
Alejandro Zambra en su relato “El hombre más chileno del mundo” supo descifrar como nadie la sensación de sentirse extranjero en la capital de Europa: “Entra a una lavandería y decide pasar un tiempo ahí (…) junto a dos tipos que leen mientras esperan su ropa”. En Bruselas Marx firmó el Manifiesto comunista y nacieron Julio Cortázar y Audrey Hepburn y María de Borgoña. La que fuera la mujer más hermosa de su tiempo murió al caer de su caballo practicando cetrería. Tenía veinticinco años. Su hijo, Felipe El Hermoso, dejó encargado que tras morir le arrancaran el corazón a su cadáver y lo llevaran hasta el sepulcro de su madre en Brujas. Abran paso al corazón del rey. Quise pensar que el agresor del caballo en La Grand Place no buscaba sino venganza contra la propia especie más de quinientos años después. La venganza, a veces, no sólo es estúpida sino caprichosa. Europa es una señora vieja y cansada. Durante un tiempo los caballos desaparecieron, los pequeños no pudieron ir al colegio, el metro se apagó y los militares comenzaron a patrullar las calles. En menos de un año pasamos del #jesuischarlie, al #jesuisparis y, sin tener en cuenta variables geopolíticas, fue la primera vez que me sentí incómodo al montar en un tranvía o permanecer en una estación de tren. No voy a mentir, durante unos días lo consiguieron, unos y otros, lo consiguieron. La desconfianza en el otro comenzó a formar parte de la cotidianidad belga. Uno de esos días de noviembre, mientras esperaba el tranvía 22 para ir al trabajo, pude ver como un señor en neerlandés gritaba como un energúmeno a unas adolescentes con velo que esperaban en la parada y terminaron por irse. No entendí gran cosa de lo que decía el energúmeno pero pude imaginármelo, cuando todos se marcharon, otra chica que había presenciado todo me confirmó mis sospechas en un inglés con acento flamenco. Francia bombardeó Raqqa, las fuerzas especiales belgas entraron en el barrio de Molenbeek, hubo tiroteos y el ministro del Interior, del partido xenófobo de Flandes N-VA, Jan Jambon afirmaba que el yihadismo creció en Bélgica por culpa de los socialdemócratas y del “islamosocialismo”.
Buscar venganza y tratar de cortarle la cabeza a un caballo diez, cien, quinientos años después, no vaya a ser que tropiece y tire al suelo, mientras caza, a alguna señora vieja y cansada.
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